sábado, 25 de abril de 2009

La Luna

Por Mariano Ribas

Hace más de dos mil años, mucha gente creía que la Luna no era más que un impecable disco, redondo y perfecto, que reflejaba fielmente la imagen de la Tierra. Y que al mirarla podían reconocerse las siluetas de nuestros mares y continentes. Con variantes, esta curiosa creencia sobrevivió y se desparramó durante siglos. E, incluso, llegó a oídos del propio Leonardo Da Vinci, y hasta fue sostenida por un famoso monarca en tiempos de Galileo.
Créase o no, aún hoy, cuando los súper telescopios ya rasguñan la fronteras observables del universo o varias sondas espaciales exploran simultáneamente distintos rincones del Sistema Solar, la “teoría de la Luna Espejo” –por llamarla de algún modo– sobrevive.

DE CLEARCO A LA EDAD MEDIA
Nadie sabe exactamente de dónde surgió la idea por primera vez, varios historiadores de la ciencia ponen sus fichas en la antigua Persia, desde donde se habría desparramado hasta llegar a Europa. Y más puntualmente, a Grecia. Es allí, justamente, donde podemos encontrar la primera mención explícita sobre este asunto: hacia al año 320 a.C., el filósofo Clearco de Soli decía que las partes grises que se ven a simple vista en la Luna eran el reflejo calcado de los continentes de la Tierra. Y que las partes blancas, correspondían a los océanos.
Clearco era discípulo de Aristóteles, quien creía que la Luna era un astro perfecto, suave, inmaculado, y con una superficie exquisitamente lisa. De ahí a pensarla como un espejo, había un solo paso.
Hacia el año 100 de nuestra era, Plutarco, el famoso historiador y ensayista griego, salió en defensa del honor selenita, diciendo que la Luna no era ningún espejo, sino un mundo hecho y derecho, como el nuestro. Y que las manchas grises eran grandes océanos lunares.
En la tardía Edad Media: en 1271, Robertus Anglicus, un famoso astrónomo inglés de la época, rescató y defendió explícitamente la idea en su comentario sobre el célebre tratado De Sphaera, de Johannes de Sacrobosco, una de las obras claves de la astronomía medieval.

LEONARDO Y GALILEO
Llegamos al Renacimiento, a Leonardo Da Vinci, quien se había mostrado curioso por la Luna. De hecho, fue el primero en explicar con toda claridad el fenómeno de la luz cenicienta, ese suave resplandor grisáceo que completa el fino arco de luz blanca que la Luna muestra durante los días próximos a su fase Nueva (la “luz cenicienta” no es otra cosa que luz solar que la Tierra refleja hacia la Luna). A Leonardo nunca le cerró lo del espejo lunar.
De hecho, destruyó la idea con un razonamiento simple y contundente: si la Luna realmente fuese una suerte de espejo que refleja la imagen de la Tierra, pues entonces debería mostrar ciertas regiones de nuestro planeta al ubicarse en el cielo del Este, y otras zonas cuando aparece en el Oeste. Pero nada de eso: cuando hay Luna Llena, las marcas claras y oscuras que vemos en ella son siempre las mismas. Por lo tanto, deben ser propias de su superficie.
El golpe de gracia para la teoría de la “Luna-Espejo”, por supuesto, llegó con la aparición del telescopio, a comienzos del siglo XVII. Y decir “telescopio”, es decir Galileo Galilei (es cierto que hubo otros, como el británico Thomas Harriot, que se le adelantaron unos meses, pero sus aportes para el crecimiento y divulgación de la astronomía fueron casi nulos).

Aunque muy a las escondidas, el mito sigue intacto. Y mirándolo bien, no hay mucho de qué asombrarse. Al fin de cuentas, hoy en día, en medio de teléfonos celulares, pantallas de plasma y conexiones de Internet wi-fi, muchos creen que Júpiter o Marte pueden afectar nuestra salud y nuestras vidas amorosas, que hay colores que traen mala suerte, que existen las “malas ondas” o que se puede adivinar el futuro en la borra del café. Si comparamos, la “teoría de la Luna-Espejo” no está tan mal. Y, sinceramente, es mucho más razonable.